sábado, 9 de junio de 2012

SE VENDE AIRE

SE VENDE AIRE El negocio se abre todos los días a las seis de la mañana. La cortina sede a la fuerza que María le infringe: potencia real, no aquella con la que se adorna a las mujeres para compensar el lugar que como respaldo de silla tienen en un mundo hecho por hombres. Ella es verdaderamente fuerte; los músculos de sus brazos muestran poder. Sus bíceps saltan como si por dentro de cada uno de ellos durmieran roedores. La otra fuerza se incuba en el fondo de sus ojos, donde titila la luz de una vela que ilumina la habitación de los temores. María vende aire; día a día su clientela acude por una dotación extra del insumo intangible. La ganancia suele darse de manera inmediata, para el que vende y el que compra. No es un bulto que requiera de transporte, todo lo contrario, su peso es extremadamente discreto, acaso produce un ligero cosquilleo. La estrategia para la venta es sutil: por recepción cuatro varillas que sostienen en forma rectangular una mica y sobre su transparencia un jarrón donde moja el tallo una gardenia. Su afán es hipnótico. A ratos se para en la entrada, recarga la mano en el picaporte. La gente se acerca a la desnudez de la puerta para mirar la flor que flota sobre el soplo de vida. Le gusta ver la sorpresa, el desencanto, la disipación del espejismo. -¡Vamos, entre a la sala y llénese de aire! -Lo invito a sentir como este insumo penetra en su cuerpo, como se despliega dentro de usted y por todos sus caminos.- Adelantan la nariz siguiendo el perfume que danza y surca desde la entrada; es la gardenia en la estancia. Pintado de rojo un pasillo simula el cayado aórtico. En el umbral se agolpa el aroma, haciendo del preludio algo inquietante, entonces de una bocina escondida en la cavidad del aire, como si fueran sienes palpitantes se puede escuchar un latir, un corazón que marcha sobre la suavidad, sobre la luz blanca que emana del piso allanado de algodón. Ya están en la estancia donde se da prioridad a la inspiración. El truco mercantil hace que domine el sentido del olfato. Los espejos cubren las paredes, obligan a mirar el reflejo de quienes vienen por aire. Los sacos de su mente tienen nudos y dentro vericuetos, un laberinto de mazes; el aire es la mejor vía para entrar en ellos. María inicia la venta, advierte: -En las primeras sesiones debo ser cuidadosa. Las raciones apenas serán como el paso de una pluma que acaricia la membrana de la atmósfera, seria fatídico una sobrecarga.- -Me doy cuenta que están acostumbrados a vivir con la medida que puede aplicar una diminuta aguja, apenas la requerida para llevar la rutina que les fue asignada, la que los mantiene girando sin oponer resistencia en un torbellino ajeno a su voluntad, enloquecidos por su falta de peso.- La música es aliada del aire, penetra por caminos oscuros, dando luz al sentimiento. El tiempo les asusta, miran el reloj como si mirasen en él la cara de su enemigo; le deben lo que no tienen. El temor les invade ante el fraude por deudas consigo mismos. En un extremo del salón, sobre una mesa de vidrio, descansa el aparato que emite la música. Y en medio surgen las deliciosas emociones de las personas. Sus ideas por un momento descubren la belleza. La marioneta despierta, los nudos de sus rodillas chocan y luego se coordinan, la coreografía expresa el sentir, el pensamiento, vibran los sueños. Y, como en los encuentros… La tos sobreviene cuando su corazón se siente rebasado, como si el aire fuese un extraño visitante osco y huraño, que interrumpe su andar aletargado. La angustia se refleja en el espejo, cierran los ojos, el Calibán domina sus ideas. Los anima; les explica que esto pasa, que deben seguir las instrucciones: -Poco a poco, deje que su cuerpo se acostumbre, luego todo será ganancia.- Es difícil, están aquí, pero en su mente aparece el estribo resbaladizo que los conduce a canjear el aire por un resoplo que se multiplica en la mano que los estrangula con diez dedos. Algunos se entusiasman y regresan cuando al cabo de dos o más sesiones un nutrido ejército de hombrecillos invisibles marchan sobre ellos; les pellizcan los brazos, las piernas, detrás de las orejas. Algo pasa, su corazón aletea, adquiere personalidad, toca las paredes de su prisión, se hace visible, ruboriza con su presencia las mejillas, lanza con fuerza serpentinas rojas. La danza frustra los enigmas. Siguen día a día las sesiones, se miran en el espejo, tímidamente se descubren. La espalda deja por instantes su carga, las piernas obedecen al ritmo que les marca el beat de la música. Los preceptos de María llegan hasta este día, ya no son sustentables. Fuera de su ámbito de trabajo, el gas denso enloquece a más de uno, la competencia se vuelve desleal. Los caprichos desencadenan en adicción, el apetito de los consumidores reduce la visión que tienen de la vida. Sin conciencias, María se queda sin trabajo. Sus trescientos sesenta y cinco relojes se sofocaron. María ya no vende aire, un intenso perfume embalsamo el estudio; el negocio se nubla y con el sus emociones. En la acera que da paso a la venta de aire se juntan los avisos de embargo. La gardenia se constriñe, el agua limpia se reduce por debajo de una línea amarillenta, parece envenenar el delicado sesgo de su punta. El retrato que la vida hace de nosotros se va desdibujando, pierde naturalidad y brillo. El tiempo sonríe al presente. Con el paso de los años el consumo del aire incrementa su costo sin importar la necesidad vital. María aspira el aire que se filtra por los cristales rotos de la puerta. Al principio se aferró; con la mano en la perilla y la sonrisa almidonada, sostuvo el sueño de vender el aire, pero igual que la tienda de abarrotes, vino el gigante con un enorme complejo donde el nuevo brillo se llevo todo, dando al traste con el negocio. El pulso de María comenzó a desentonar; le fallaron las extremidades y sus sentidos se deterioraron. Se convirtió en una horrible marioneta. LETICIA DIAZ GAMA

miércoles, 14 de marzo de 2012

MIGUELITO

MIGUELITO

Miguelito es un guerrero, lo sigue la tropa; recluta en su casa convertida en cuartel. Siempre avizor cuida el castillo que su mente dibuja. Bajo la mesa y las sillas fabrica trincheras; frente a su casa el campo de guerra donde se arrastra con el casco sembrado de hojas que camuflan su presencia.
Los soldados lo siguen; pecho tierra estropean la hierba. Ante la carga de los gigantes: huyen lagartijas, hormigas, cochinillas, ciempiés. Es inútil los hoyos no fueron suficientes: la baja es total quedan desechas tras la embestida.
De noche las luciérnagas juegan a ser cielo. El soldadito se tira sobre su espalda; cruza la pierna y descansa; momento de atrapar en un frasco las estrellas.
Miguelito encuentra un tesoro; poseerlo le da más emoción al juego. La caja guarda monedas de plata. Con la mano palpa el alto relieve:
Es un caballero espigado, lleva la espada atada al cinto. No hay que mirarlo para adivinar que el casco es color ocre.
- ¡Seguro es un capitán!
Los niños rodean la caja; admiran el tesoro que las manos del capitán sostienen con fuerza.
- Amigos lo voy a devolver a su lugar porque eso me enseño mamá. Ella no sabrá; las tome prestadas, así que todos callados, ni aún bajo tortura dirán nada.
La mamá de los niños limpia el cuartel; de cuando en cuando se sienta en el borde de la cama, descansa, piensa en sus cuatro hijos, mira al suelo y resuelve en su mente.
- Dios me de vida para dejarlos grandes, son buenos y quiero que vivan mejor.
Sus ojos se inundan, busca un pañuelo y abre el cajón. La caja de lata con sus monedas de colección ha desaparecido. Revuelve la casa; para ella las monedas en ese momento no tienen valor. La aflige la acción; sus hijos no roban.
Abatida los observa: son incógnita y reproche; le colman la paciencia y el amor; juegan con el viento en la cabeza; el pantalón roto y las orejas llenas de tierra. Piensa en un castigo ejemplar, tiene la certeza de que es un juego más; los reúne en la cocina y enciende la hornilla. Los niños tiemblan, entrelazan las manos al modo de los prisioneros en la serie de televisión. Están dispuestos a someterse al juicio.
- ¿quién tomo las monedas? Si no dicen la verdad, tendrán que poner las manos sobre el fuego.
Son soldados, conocen la lealtad.
La madre ordena:
- Uno a uno pasarán.
Los cuatro muros se convierten en el purgatorio de la inocencia.
Los jueces codician ángeles y los acechan en los rincones; crujen vestidos de trastos. De peltre es la toga y el birrete.
El más pequeño endereza la cabeza, se muerde los labios y de rodillas pide perdón:
- ¡Fui yo mamá!
LETICIA DIAZ GAMA