EL ESCUADRÓN DE LA MUERTE
Harto de darle vueltas al mismo
asunto, despedace los documentos y los
arroje al bote de basura.
Tome mi chaqueta y no tuve que
despedirme de nadie de la oficina: todos se habían marchado.
Ya era muy tarde, más de la media noche. Inútil el tiempo que
permanecí en el paradero, creo que solo cumplía con mi rutina. Corte la inercia; golpee la lata que alguien había
tirado. Pensé, aburrido, en el largo tiempo que pasaría antes de su
destrucción.
Alcancé mis pasos.
Al cruzar la avenida las lámparas
delineaban la frontera con el otro mundo.
Sobre el pavimento la luz dibujó
círculos blancos.
Fuera del cerco: la lobreguez y el
vacío como precipicio.
Seguí mis pasos con la mirada en ellos. El dolor en
la nuca, producto del largo rato en que me había mantenido con la cabeza
inclinada, me obligo a estirar el cuello. Así alivie un poco la molestia.
Pero… la obsesiva
lucidez segó mis ojos.
Me sacudí para deshacerme del sueño.
El ruido ensordecedor de un motor a
más de cien, convirtió las sacudidas en estremecimientos.
Salte para librar la embestida de
aquel auto sin chofer: el volante refería las manos enguantadas, fijas al disco
que tutelaba la loca huida.
En el filo de la banqueta arquee el
cuerpo en un acto circense involuntario.
¿En dónde estoy?
Frente a mí, a una distancia de tal vez dos metros, se
levantaba un muro de fango espumoso, enredado por hilos de agua negra que
hacían madejas al parecer impenetrables.
La sensación de escarcha en la garganta
apago el grito de la angustia.
Delante de mí la negrura me hizo la
invitación a lo vedado.
Me encontraba en el límite.
Y…
El contraste me saco de la luz y de las
tinieblas.
El tórculo, amenazante, me apuro a avanzar…
Penetre en la frondosidad de la
noche.
¿Cómo ver?
¿Adivinar en aquella noche tan oscura?
Extendí los brazos en un ejercicio de fe para dar
forma a aquella profundidad.
El miedo fue lo que palparon mis
manos.
Sentía las piernas pesadas, torpes.
El lodo envolvió mis zapatos e hizo
extremosa las andanzas por tan tortuosos caminos.
Con las rodillas flexionadas, casi
sentado, examine inseguro el terreno.
El silencio conforme avanzaba quedo
atrás.
Tan lejos o tal vez cerca, escuche murmullos
salpicando el aire.
El discernimiento era confuso.
Desesperado, busque en las bolsas
del pantalón los cerillos.
Alguien más se hundía en el fango:
Pude mirarlos mientras despegaban
con fuerza, muy lentamente, los pies de
aquella especie de barro.
La ignominia los conjunto.
Sin la posibilidad de acallar su apuro por
respirar.
Niños, niños, niños clavados en el
cuadro de la noche.
Sus ojos en par hacían un juego de fichas blancas
sobre el tablero de la oscuridad.
Expectante, asistí al demencial destino.
Eran, fueron niños.
El vacío se llenó con presencias, el silencio torno en ruidos.
Los pasos de plomo, y la dentadura
expuesta para completar la escena siniestra.
Gritos ahogados con estopa.
Y…
Garras cegadoras.
La fuerza brutal de los cazadores
de niños logro atraparlos como moscas que molestan en el aire del delirio.
En sacos de manta, a rastras… se los llevaron.
Toque mi rostro, deseaba llorar.
Cerré los ojos, quería soñar.
La noche acabo, me aleje.
Las maquinas barrieron y lavaron el
pavimento.
La explanada del barrio se alfombro
con pasto sintético.
Al centro pusieron el poste que
roza la espuma del cielo.
Desde ahí se aprecia el anuncio:
Bienvenidos turistas.
Aquí yace la alegría.
¡Que ruede el balón y detrás de él los niños del mundo!
LETICIA DIAZ GAMA