miércoles, 9 de julio de 2014


EL ESCUADRÓN DE LA MUERTE

Harto de darle vueltas al mismo asunto, despedace  los documentos y los arroje al bote de basura.

 

Tome mi chaqueta y no tuve que despedirme de nadie de la oficina: todos se habían marchado.

 

Ya era muy tarde,  más de la media noche. Inútil el tiempo que permanecí en el paradero, creo que solo cumplía con mi rutina. Corte  la inercia; golpee la lata que alguien había tirado. Pensé, aburrido, en el largo tiempo que pasaría antes de su destrucción.

 

Alcancé mis pasos.

 

Al cruzar la avenida las lámparas delineaban la frontera con el otro mundo.

 

Sobre el pavimento la luz dibujó círculos blancos.

 

Fuera del cerco: la lobreguez y el vacío como precipicio.

 

Seguí  mis pasos con la mirada en ellos. El dolor en la nuca, producto del largo rato en que me había mantenido con la cabeza inclinada, me obligo a estirar el cuello.  Así alivie un poco la molestia.

Pero…   la obsesiva  lucidez segó mis ojos.

Me sacudí  para deshacerme del sueño.

 

El ruido ensordecedor de un motor a más de cien, convirtió las sacudidas en estremecimientos.

 

Salte para librar la embestida de aquel auto sin chofer: el volante refería las manos enguantadas, fijas al disco que tutelaba la loca huida.

 

En el filo de la banqueta arquee el cuerpo en un acto circense involuntario.

 

¿En dónde estoy?

 

Frente a mí, a  una distancia de tal vez dos metros, se levantaba un muro de fango espumoso, enredado por hilos de agua negra que hacían madejas al parecer impenetrables.

 

La sensación de escarcha en la garganta apago el grito de la angustia.

 

Delante de mí la negrura me hizo la invitación a lo vedado.

 

Me encontraba en el límite.

 

Y…

 

 El contraste me saco de la luz y de las tinieblas.

 

El tórculo, amenazante,  me apuro a avanzar…

 

Penetre en la frondosidad de la noche.

 

¿Cómo ver?

 

¿Adivinar  en aquella noche tan oscura?

 

Extendí  los brazos en un ejercicio de fe para dar forma a aquella profundidad.

 

El miedo fue lo que palparon mis manos.

 

Sentía las piernas pesadas, torpes.

 

El lodo envolvió mis zapatos e hizo extremosa las andanzas por tan tortuosos caminos. 

 

Con las rodillas flexionadas, casi sentado, examine inseguro el terreno.

 

El silencio conforme avanzaba quedo atrás.

 

Tan lejos o tal vez cerca, escuche murmullos salpicando el aire.

 

El  discernimiento era confuso.

 

Desesperado, busque en las bolsas del pantalón los cerillos.

 

Alguien más se hundía en el fango:

 

Pude mirarlos mientras despegaban con fuerza, muy lentamente,  los pies de aquella especie de barro.

 

La ignominia los conjunto.

 

Sin  la posibilidad de acallar su apuro por respirar.

 

Niños, niños, niños clavados en el cuadro de la noche.

 

Sus  ojos en par hacían un juego de fichas blancas sobre el tablero de la oscuridad.

 

Expectante, asistí al demencial destino.

 

Eran, fueron niños.

 

El vacío se llenó con presencias,  el silencio torno en ruidos.

 

Los pasos de plomo, y la dentadura expuesta para completar la escena siniestra.

 

Gritos ahogados con estopa.

 

Y…

 

Garras cegadoras.

 

La fuerza brutal de los cazadores de niños logro atraparlos como moscas que molestan en el aire del delirio.

 

En sacos de manta, a rastras…  se los llevaron.

 

Toque mi rostro, deseaba llorar.

 

Cerré los ojos, quería soñar.

 

La noche acabo, me aleje.

 

Las maquinas barrieron y lavaron el pavimento.

 

La explanada del barrio se alfombro con pasto sintético.

 

Al centro pusieron el poste que roza la espuma del cielo.

 

Desde ahí se aprecia el anuncio:

 

Bienvenidos turistas.

Aquí yace la alegría.

¡Que ruede el balón y detrás de él los niños del mundo!

 

LETICIA DIAZ GAMA

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